domingo, enero 20, 2013

Las ideas de la clase dominante son, en todas las épocas, las ideas dominantes (Karl Marx).


Esta cita de Marx (que espero sea exacta, disculpas en caso contrario a Marx y sus seguidores) me rondaba el otro día en la cabeza mientras mantenía una de mis habituales discusiones políticas con algunos de los miembros del equipo que coordino en mi empresa. Algún día los pobres me van a denunciar por acoso laboral, especialmente cuando les arengo (¿alguno pensará que les presiono?) para que sigan las huelgas y movilizaciones, y les bombardeo con todo tipo de propaganda político-económica.

La conversación trataba al respecto del impuesto de sucesiones y su importancia a la hora de evitar la concentración de la riqueza. Mi joven colega argumentaba casi escandalizado que era injusto quitarle a la gente sus propiedades, mientras yo le hacía ver que no se trata de quitarle a nadie nada, dado que legalmente la propiedad no pertenece a una estirpe sino a una persona que ya está muerta. En una sociedad de esas en las que se premia el esfuerzo y el logro individual, de las que defienden los ideólogos del libre mercado y la competencia, nadie debería tener el derecho a ser rico por motivo de nacimiento, por lo que los propios defensores del liberalismo deberían ser defensores de un impuesto de sucesiones "confiscatorio" del 100%. La discusión decayó cuando otro compañero terció para indicar que en EEUU este impuesto tiene un tipo del 45% lo que dejó a mi colega entre incrédulo y boquiabierto.

La oposición al impuesto de sucesiones y la casi nula resistencia social a su paulatino desmantelamiento es un buen ejemplo de como las clases dominantes consiguen imponer su pensamiento a todas las capas de la sociedad. La injusticia que supone que alguien pueda transmitir su riqueza acumulada sin coste, y los efectos perniciosos que supone en nuestra sociedad e incluso nuestro sistema económico son evidentes, pero esta parece una partida ganada por los que desde su dominio de la vida económica y social, dominan también nuestra forma de pensar.

De entre las ideas más perniciosas y que con más éxito se han generalizado hasta hacerse una verdad socialmente aceptada, destaca el concepto de que la gestión privada es mejor que la pública. Recientemente discutía con vecinos, perfectamente izquierdistas, al respecto de dejar de subcontratar los servicios de vigilancia, mantenimiento, limpieza y jardinería de nuestra urbanización. La idea de poner en nómina de nuestra "Entidad de Conservación" a todos o parte de la decena de personas que trabaja para nosotros es recibida por ellos como un anatema, una excentricidad o unas puras ganas de provocar polémica en temas que la gente sensata no cuestiona. Similar arquear de cejas y miradas de paciencia infinita encuentro entre algunos compañeros de IU en nuestra localidad cuando proclamo que debemos incluir en nuestro programa electoral la eliminación de toda subcontratación municipal.

Que la privatización de nuestros servicios comunitarios se entiende como normal entre gente que pertenece al entorno de IU demuestra hasta qué punto Marx tenía, una vez más, una enorme razón. Se encuentra la inmensa mayoría de la gente presa en una red de preconcepciones aceptadas acríticamente y que nos incapacita para plantear salidas alternativas a lo que el sistema nos impone. Y no soy tan ingenuo como para no darme cuenta que yo no soy diferente, y que me encuentro inmerso en las mismas preconcepciones.

Reflexionando a posteriori al respecto de mi conversación sobre el Impuesto de Sucesiones, me di cuenta que yo mismo no había siquiera planteado durante aquel debate la enorme carga ideológica que supone aceptar el derecho de que alguien llegue a acumular propiedades. La aceptación del derecho a la propiedad privada, frente a la idea del  uso comunal de los bienes, es algo tan generalmente aceptado, que una opción política que defendiera lo segundo respecto a lo primero dudosamente pasaría de considerarse algo más que una secta de chalados hippies.

Pero pensándolo objetivamente, que expropiar todas las riquezas acumuladas sea considerado una injusticia, mientras que se tolere socialmente el derroche de recursos en lujos ridículos por parte de los inmensamente ricos, desafía a toda lógica. No existe ningún derecho natural a la propiedad, y cuando simplificamos el planteamiento y nos imaginemos una persona atracándose de comida y dejando que lo que no consume se pudra mientras a su lado un niño pasa hambre, la mera idea nos repugna. La desigualdad inmensa de nuestra sociedad no es realmente diferente salvo en un tema de grado.

El por qué con tanta naturalidad la población que pasa penurias acepta que no es ético expropiar a quién más tiene de una parte de lo que a ellos les falta (robar, en lenguaje más común), resulta a todas luces enigmático. Que no tenga que haber guardas de seguridad en cada mansión de lujo para evitar su asalto, que alguien se atreva a pasear su Ferrari delante de todos sin que nadie le reviente el cristal de una pedrada, que haya tiendas donde un bolso o un reloj se venda por el producto del salario anual o plurianual de la mayoría de la gente y no tengan que salir sus compradores ocultos tras una máscara, que parásitos sociales sean el modelo admirado por la gente que sufre indirectamente sus excesos, que todo esto pase y nos parezca normal a todos demuestra hasta que punto sus ideas las hemos hecho nuestras, y lo difícil que va a resultar cambiar realmente las cosas.

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